Desde hace tiempo tengo la inmensa fortuna de acompañar a profesionales del sector sociosanitario en el desarrollo de esas habilidades internas que nos permiten relacionarnos de manera saludable y adaptativa con los retos y dificultades que nos encontramos cada día.
Son personas que cuidan de personas. Profesionales con un trabajo valiente y admirable, pero también muy duro y exigente (a veces incluso invisible y poco agradecido). Por ello, las sesiones siempre giran en torno a una premisa fundamental: para poder cuidar de otros es esencial cuidar también de nosotros mismos. Esta es la única manera de poder realizar tan generosa y humana labor sin desgastarnos física, mental y emocionalmente.
Pero si lo pensamos bien, ¿en qué trabajos o situaciones de nuestra vida no experimentamos también ese punto de desgaste? Aunque no realicemos un trabajo tan intenso como el de los cuidadores (ya sea profesionalmente o en nuestra propia casa con personas dependientes), muchas de las actividades y situaciones a las que nos enfrentamos cada día generan un impacto en nosotros. A veces ese impacto es casi imperceptible e inconsciente, pero de alguna manera se queda ahí registrado en nuestro cuerpo. Estímulos que son como pequeñas gotas de agua que erosionan poco a poco nuestro estado anímico y muchas veces nuestra salud.
Pero es muy importante entender que no nos desgastan las circunstancias que vivimos si no la manera de relacionarnos con ellas. Ese es el quid de la cuestión. Permanentemente “rozamos” con el mundo. Nos aferramos a expectativas de cómo deberían ser las cosas, muchas veces incapaces de aceptar que son cómo son. Nos resistimos a “lo que hay” (aunque no podamos hacer nada para cambiarlo) y es precisamente la rigidez, la dureza, la coraza que vamos fabricando como estrategia para lidiar con esas situaciones lo que más nos desgasta a medio-largo plazo, pudiendo llegar a rompernos cuando los vientos de la vida soplan furiosamente.
Cuando hablamos de cuidarnos nos referimos precisamente a la capacidad que tenemos para transformar esta manera de vivir y de relacionarnos con las circunstancias y con los demás. Ese cuidado exige parar para tomar consciencia de lo difíciles que están las cosas para nosotros. Detenernos en medio de las circunstancias para habitar un espacio de auto-observación. Un lugar en nosotros mismos para ablandarnos y tocar nuestra vulnerabilidad. Un espacio de rendición y no-lucha (las únicas batallas se libran en nuestra mente) que nos ayude a descubrir que la verdadera fuerza de la vida está en el amor y la compasión hacia uno mismo y los demás.
Cuidarnos de esta manera nos permitirá poder asumir la responsabilidad de nuestra existencia. Tomar consciencia de que no somos víctimas en medio de unas circunstancias adversas sino protagonistas que cada día pueden trabajar el cómo relacionarse con ellas. Poco a poco aprenderemos a aceptar que nadie nos ha hecho nada, que no hay culpables. Solo desde ahí podremos capitanear nuestra vida en la dirección que marca nuestro corazón.
Manuel Darriba
Foto: Unsplash